sábado, 21 de noviembre de 2009

NO SI VUÁ


Aún las personas mejor intencionadas suelen incurrir en la común asociación entre pobreza y delito, buscan en la falta de oportunidades o en la pobreza estructural, las razones para entender que inocentes jóvenes de sectores marginales se transformen en temibles delincuentes.

Otros hacen la vinculación desde el prejuicio, el racismo o la ignorancia pero, al parecer, pocos se resisten a la naturalización del fenómeno al que también adjudican altas cuotas de violencia y la presencia siempre latente de la muerte.

La docente e investigadora Natalia Bermúdez, desde el núcleo “Estudios de violencia” del Museo de Antropología de Córdoba, trabajó con familiares y amigos de jóvenes pobres muertos en confusas situaciones. Buscó a partir de ellos, y con ellos, las respuestas para explicar por qué esas muertes parecen justificadas y hasta merecidas.

Bermúdez asegura que “la violencia, unida a cierto tipo de delito, es atribuida casi exclusivamente a sectores de menores ingresos. Desde los medios, los habitantes de esos enclaves suelen ser juzgados como personas vagas y de poca catadura moral”

No obstante, otra investigación de la misma docente, reveló que la estigmatización que cierta prensa hace no es un fenómeno novedoso dado que diarios como La Voz del Interior de comienzos del siglo XX mostraban ya esta asociación de la delincuencia con la residencia en barrios tales como La Hilacha y otros aledaños.

Bermudez partió desde una sospecha social generalizada pero se encontró con una sorpresa.

“Estas explicaciones respecto de la labilidad moral de los habitantes de los barrios empobrecidos no es tal. Existen fuertes valoraciones morales y es significativa la diferencia entre las trayectorias individuales de los adultos y las de los jóvenes y cómo evalúan de manera diferente la violencia como forma de regular los conflictos” aseguró.

Además señaló que en ese universo, “no son sancionadas moralmente del mismo modo por los familiares, amigos y vecinos aquellas muertes ocurridas en un hecho delictivo que por un ajuste de cuentas, por enfrentamientos entre jóvenes y la policía, por gatillo fácil o una muerte dudosa. Tampoco si un joven fue asesinado por otro compañero, por gente del barrio o por bandas de otros lugares”

A través de una investigación participativa, Natalia Bermúdez pudo establecer la presencia fuerte de lógicas barriales que priman por sobre la justicia al momento de resolver los conflictos.

También pudo relevar que los sujetos de estos sectores populares, aunque conocen la lógica judicial, la perciben muy distanciada de sus propias prácticas y concepciones. Esto no ocurre con la policía, con quien establecen relaciones muy cercanas.

Un dato significativo lo constituye la decidida participación que tienen las madres de las víctimas en el reclamo de justicia.

Frente a ello hay quienes se empeñan en “limpiar” la honra del hijo muerto alejando las acusaciones sobre el “andar en algo” que justificaría la muerte. También están aquellas madres capaces de abrigar la esperanza de una venganza por parte de los hermanos del hijo asesinado como así también las que no formalizan denuncia alguna para no ganarse el “cartel de vigilante”.

Estas decisiones operan como “una manera de posicionarse y distinguirse dentro del barrio para conseguir mayor legitimidad al reclamo y presentarlo a los medios de comunicación”, asegura la investigadora a la vez que aclara que “no solo los principios del muerto están en juego sino los de todo el propio grupo familiar”

Leyes secretas, códigos particulares, valores específicos, conductas reprobables, modos casi personales de resolver conflictos, un universo del derecho pero desde afuera, desde el margen, desde la exclusión a la que los condenaron, esa parece ser la lógica del ordenamiento que se dan los que fueron olvidados.

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