Mi padrino me contó una historia y es la siguiente:
A finales de los años 70 se acostumbraba a jugar campeonatos de bochas en el campo. Esto último en sentido literal, era en campos que disponían de un lote para ese juego y un galpón para el buffet y la kermese.
Esos campeonatos comenzaban a primeras horas de la tarde y, generalmente, la reglamentación disponía que las parejas o los tríos se formaban “a la gorra”, es decir, sorteando dentro de una gorra los nombres de los participantes para que el azar dispusiera de la conformación de los equipos. Pero algunos campeonatos establecían parejas o tríos previamente armados. Eso ocurrió una vez en el boliche Las Latas. Mi padrino formó un trío con otro tío mío y con otro señor.
Este equipo iba ganando partidos a medida que avanzaba la tarde, algunos más reñidos, otros más fáciles, pero la victoria a 15 tantos era para ellos. Así fue que llegaron a la final cuando ya estaba avanzada la noche.
Mi padrino me contó que ese partido decisivo fue vibrante, que casi no se sacaban ventaja y que en cada mano parecía decidirse la suerte de los campeones.
En la noche oscura, un
sol de noche era el único auxilio para iluminar el juego. A esto se sumaba que los demás participantes, todos derrotados, querían ver la resolución del campeonato y la ronda en torno a bochas y bochín se hacía intensa. Las sombras humanas se superponían al terreno por donde debían pasar las bochas. Todo sumaba tensión, nerviosismo y ansiedad.
Mi padrino es un ser calmo, paciente, dueño de una sonrisa distendida todo el tiempo. Mi otro tío es calculador, se fijaba en el juego de los demás y meditaba cada jugada. El otro señor era dueño de un silencio perturbador. Parecía indeciso, inseguro y hasta asustado. Toda esa imagen desaparecía cuando hacía tres pasos a la carrera y le pegaba con solvencia a la bocha. Una vez podía ser casualidad, otra, suerte de principiante. Las siguientes marcaban que el tipo sabía de lo que se trataba y tenía talento para el juego. Los adversarios también temían cuando “agachaba el lomo” y arrimaba unas bochas que sumaban puntos.
Mi padrino puso especial énfasis en contarme la última jugada de esa final antológica.
El partido se había complicado y apareció una última mano en la que el resultado podía decidirse para uno o para otros. El recuerda que los adversarios, temiendo el bochazo del señor silente, tiraron el bochín lejos, muy lejos, como a 30 metros de distancia.
Se fueron alternando en arrimar las bochas, conforme de quién era el tanto, como indica el reglamento.
Lo cierto es que, según me contó mi padrino, con la última bocha los adversarios ganaron el tanto que los consagraba campeones. Pero al trío que conformaban con mi otro tío y el otro señor les quedaba una bocha. Más precisamente al otro señor.
La distancia era desmesurada como para intentar el bochazo y mucho más para intentar ganar un tanto en el que la bocha rival había quedado “mamando”.
Mi padrino alentó al señor que bochaba.
- Dale, tirale que le vas a pegar.
- No, está muy lejos. Mejor arrimo
- Haceme caso. Tirale. Parate en la línea y medilo. Le vas a pegar y hacemos partido
- Te parece?
Mi padrino me contó que el bochador fue hasta la línea. Pidió que levantaran el sol de noche y mi otro tío, con un trapo le marcó la bocha a la que había que tirarle. Se apoyó firme con la pierna izquierda, mojó ligeramente la mano derecha y acarició la bocha. Extendió su pierna derecha hacia atrás y gritó. “Cuidado que voy a tirar”
El murmullo de los mirones tranquilizó a los adversarios. Estaba lejos. Era imposible. Era seguro que le erraba. Era seguro que ganaban. Era seguro que salían campeones. Era seguro que se reirían hasta la madrugada cuando comieran choripanes y bebieran vino blanco sin hielo en infames vasos plásticos. Era seguro que gozarían de la admiración de sus esposas y sus hijos cuando contaran que ganaron. Que salieron campeones. En la alegría y en la plata de pozo pensaban cuando el señor silente encorvó su espalda y comenzó la carrera.
Ahora resulta necesario explicar algunas cosas respecto del bochazo:
El primer paso implica avanzar con la pierna derecha pero llevando la bocha hacia atrás, no mucho. Debe ser un balanceo natural que internalice el movimiento de la bocha al movimiento del cuerpo y al cálculo que va haciendo el cerebro a medida que avanza hacia la bocha rival.
El segundo paso es fundamental. El cuerpo del jugador debió ya tomar la velocidad y el impulso para que ambas piernas y ambos brazos se transformen ya en un mecanismo infalible. El brazo que lleva la bocha, cual catapulta fatal, debe tener ya establecido el movimiento de inercia que dotará de fuerza necesaria para el bochazo. El jugador está un metro más cerca de la bocha rival pero igual está lejos, muy lejos. O al menos eso parece.
El tercer paso es ética y estética. Ya todo está dicho. El brazo derecho que lleva la bocha se adelanta, con velocidad, empujado por vaya a saber qué extraño espíritu, y en un momento arroja la bocha la divinidad, porque el hombre creyente a esa altura está entregado a otros designios, menos terrenales. Sabe sí que la bocha trazará una parábola en el cielo. Sabe sí que la dirección es un cálculo que se consigue con la práctica. Sabe sí que hay muchos ojos que miran y admiran ese movimiento, esa carrera, esa cadencia que los torpes imitan en vano. Sabe sí que hizo lo que debía hacer pero lo demás ya no depende de él.
Me cuenta mi padrino que la bocha del señor callado surcó el cielo, que se perdió un momento en el aire y que reapareció, bocha negra fatal, golpeando en “la panza” de la bocha rival, la ganadora, la intrusa. Cuenta mi padrino que se produjo el milagro, que la cambió de color, que la dejó en el nido, que la dejó en el plato, que la dejó clavada, que fue el mejor bochazo posible de los que saben jugar a las bochas.
Los que antes murmuraban ahora enmudecieron. Los que antes apostaban entusiasmados hora pagan callados. Los que antes alardeaban ahora escondían la mirada en el piso. Mi padrino y mi otro tío corrieron a abrazar al señor que no podía creer que le había pegado tan bien y tan lejos.
Saludaron a los vencidos, recogieron las bochas, los aplausos y la plata del premio y se fueron rumbo al auto para volver a la ciudad, satisfechos, orgullosos, vencedores.
El señor que pegó tremendo bochazo era mi papá. Pero no lo quiero recordar como un buen jugador de bochas sino por lo siguiente:
Mi padrino me contó que aquella noche, en la oscuridad de la noche y aprovechando que el sol de noche estaba donde las bochas, luego que el rival tiró la última bocha él fue hasta la línea de salida y movió la marca varios metros hacia delante. Por esa razón alentó a mi papá a que le tirara, que probara y que bochara.
Desde luego, a mi viejo, una vez en la línea no le resultó tanta la distancia y se llenó de confianza como para intentarlo. Lo hizo y le pegó muy bien.
Mi padrino me cuenta que pasados los festejos le contó su maniobra a mi viejo y que este se molestó muchísimo. Que intentó regresar al campo y devolver el importe del campeonato. También me contó mi padrino que estaba seguro que no podía decirle a mi viejo en el momento que había movido la marca porque se hubiera negado a tirar el bochazo o lo hubiera tirado a errar.
Más que una habilidad para el bochazo, mi viejo me dejó como herencia el mandato de honrar su honradez.
Con su ausencia me cuesta.