Era la primavera de 1983 en la ciudad de Bell Ville y dos veces por semana transitaba el largo boulevar Ascasubi, desde el periférico barrio Mainero hasta la céntrica calle Tucumán. Allí, al 350 más o menos, estaba la academia de mecanografía a la que me obligaban a asistir mis padres. Recuerdo una sala pequeña, la profesora, rubia, alta, de unos 60 años, maldecía a los peronistas y una docena de máquinas de escribir Remington distribuidas en dos filas.
Entonces era más tímido que ahora y me avergonzaban la repetición en el teclado de asdf ñlkj asdf ñlkj y la proximidad de una chica. Aprendía a escribir a máquina para luego trabajar en una oficina, esa era la ilusión de mi padre, aunque por esos años ya había comenzado Electromecánica en el Industrial, esa era la desilusión de mi padre. Concluí el curso de mecanografía pero nunca me presenté al examen final, ese cronometrado, de no recuerdo cuántas palabras por minuto.
Si, me doy cuenta. En los 80 las máquinas de escribir Remington de comienzos del siglo pasado no eran precisamente nuevas tecnologías pero elijo recordarlo porque esa destreza adquirida para escribir utilizando todos los dedos y sin mirar el teclado sería el único capital con el que contaba para recibirlas, varios años después.
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